lunes, 20 de junio de 2011

Nuevas dunas.




Iba caminado hacia el infinito, sin rumbo alguno, sólo con la idea de andar e ir descubriendo y conociendo lugares y sensaciones. Estaba en la orilla del mar y sentía que la arena se metía en mis zapatos ralentizándome mi marcha. Pero no importaba, no tenía prisa por llegar a ningún lado.

Entonces las vi. Vi cómo chocaban contra las rocas, refrescando la brisa y coloreando mi imaginación. Eran como hadas que hechizaban todo aquello que tocaban. Me acerqué y me senté sobre una roca que todavía no había sido encantada. Observé de más cerca el fenómeno y disfruté de la brisa húmeda que salpicaba mi cuerpo de polvos mágicos.



Una sacudida descontrolada me apartó de mi sitio y me arrastró hacia la arena. Allí divisé unas dunas donde parecía que reinaba la calma y la tranquilidad. Cada paso que me acercaba hacia ellas, me sentía más atraída por sus formas, por el olor de la confianza y por el romanticismo que las unía, una tras otra, llegando a formar un paisaje aparentemente indestructible.
El mar se calmó, y por atracción física volví a las rocas. Pero la noche cayó, y el frío y la calma mecieron a las hadas hasta sumirlas en un eterno sueño. El hechizo se había agotado, el encantamiento había huido y no parecía que fuera a volver.
Me sentí sola. Aún estando posada sobre esa enorme roca, me sentí sola. La magia nos había abandonado.

Pero ahí estaban las dunas. Algo había en ellas que me hacía pensar constantemente en juntarme y formar parte de ese paisaje. Era algo especial. Una sensación parecida a las mariposas en el estómago. Necesitaba estar en las dunas. Sentir la magia que ocultaban y formar parte de ella. Dormirme bajo sus ropas y enamorarme de cada granito de arena, de cada matojo, de cada ondulación. Caer bajo el hechizo de la noche.

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