viernes, 12 de marzo de 2010

Todo lo que había estado soñando los últimos 3 años ocurrió. Ahí estaba él, entretenido y despistado encendiéndose un cigarro y manteniendo una conversación en la que no prestaba mucha atención. En sus ojos verdes se lucía un gesto de cansancio, de monotonía, como si ese momento lo hubiera vivido una vez tras otra. Pero esta vez era diferente. Al final de la calle, apoyada en una esquina lo miré. No sé si mirar sea el verbo más adecuado para describir mi acción. No sólo observé aquel rostro, si no que me sumergí en sus ojos y me adentré en su mente. Miles de recuerdos revoloteaban mi pensamiento, y ahí estaba yo, embobada mirando hacia el infinito pensando en él. Ni si quiera me dio tiempo a apartar la mirada cuando giró su cabeza tan sólo para saber si se acercaba alguien y me vió. Nos quedamos mirándonos, el uno al otro, sin poder desatar el nudo que de había creado entre nuestras miradas. En realidad no nos estábamos viendo las caras, si no, leyendo nuestra mente. Para mí fue una eternidad. No podía pensar en nada, sólo podía mirar. Por fin descubrí el significado de la palabra felicidad. Felicidad era estar allí, justo en el momento y en el sitio donde me encontraba. No me arrepiento de haberme dado media vuelta, ni de no volver a hablarle, ni de no explicarle a nadie lo que sentí en ese momento. Sólo me arrepiento de mi locura, la misma por la que quise dejarlo todo por él, la misma que me llevaba a recordar ese momento cada segundo del día. La misma locura que me lleva a escribir sueños.

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