miércoles, 16 de junio de 2010

Y cuando nos dimos cuenta.

Cambió el rumbo de nuestras vidas. Fue como un advenimiento de los que nos iba a suceder. Nuestro juicio aclamó la llegada de algo más fuerte, un pensamiento que nos destruiría poco a poco durante años y el cual teníamos que solucionar lo antes posible.
En aquel momento dejé todo lo que estaba haciendo y me puse a escribir. No imaginaba qué absurda historia saldría de mi mente esta vez, sólo sentí que el lápiz se movía y dibujaba imágenes sobre un papel. Un papel que guardaba los sentimientos más profundos del corazón, un simple trozo de papel que conseguía inmortalizar años de madurez. La evolución de mi alma que nadie se atrevía a descubrir, hasta que llegó el día, y con él la extraña sensación. Esa que a momentos desespera y en ocasiones dulcifica, esa que me obligó a seguir escribiendo y la que ahora me tenía anclada al papel sin saber qué decir ni qué hacer. Contemplé una vez más mi mano que se movía aún con más rapidez. Las lágrimas se asomaban en mi ojos y se dejaban vencer por la gravedad resbalando sobre mi piel manchada. Estaba en un momento de locura, en un momento de tensión. Ni podía parar ni podía saber qué era lo próximo que escribiría. Me sentía extraña, como cada vez que lo hacía. Derrepente el lápiz cayó al suelo y con él mis ánsias y mi desesperación. Rompieron mis ojos a llorar y fue entonces cuando pensé. La coherencia llegó por primera vez en esa tarde a mi ser. No, dije. No podía estar pasando. Me sequé como pude las lágrimas y salí a dar un paseo. Había estado ocultando demasiado. Demasiado dolor que sólo podían sentir las hojas llenas de palabras estúpidas y lágrimas. Mi tiempo convertido en mentiras, en una gran farsa de sinceridad y mentiras. Qué contradictorio.

Entonces fue cuando nos dimos cuenta. Éramos jóvenes y nos quedaba poco tiempo. El camino fácil era enterrarlo todo y dejar que marchitara, como llevaba haciendo años en mi cuaderno. La otra opción exigía valentía, y de eso carecíamos.

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